Recuerdo hace ya unos cuantos años el momento exacto donde decidí que mi aburridísima carrera de derecho se podía convertir en el escalón necesario para poder ejercer la maravillosa profesión de abogado. Fue el momento en que me planteé si sería capaz de hacer un juicio, preámbulo del momento en que pasé a convertirme en espectador de sesión continua de juicios en las salas que había entonces en los Juzgados sitos en Navarro Reverter.

Ahí básicamente descubrí dos cosas: la primera, que era difícil, con una preparación básica, que lo hiciera peor que algunos; y la segunda, que los buenos abogados eran enormemente persuasivos, hasta el punto de que cuando escuchaba las conclusiones del demandante y me convencían, aparentemente el veredicto era fácil, pero posteriormente escuchando las alegaciones del demandado, sus conclusiones me resultaban igual de convincentes, generándome unas dudas tremendas.

Me di cuenta de lo importante que era, que es, el pensamiento crítico, y lo lejos que está hoy en día en las conversaciones, en los discursos, en los alegatos. Al final el pensamiento crítico se basa en un conjunto de métodos orientados a explorar la evidencia de una manera en particular. Te da las herramientas para usar el escepticismo y la duda constructivamente para analizar la información que recibes y te ayuda a tomar mejores decisiones de una forma más efectiva y productiva.

Para usarlo qué necesitamos:

1º.- Mantener la mente abierta.

2º.- No descartar nada sin análisis, y tampoco aceptar nada sin análisis.

3º.- Un conocimiento básico de lógica y falacias lógicas.

4º.- Ser capaces de separar los hechos de las opiniones.

Cuando me siento a preparar, a dar la “primera pensada” a un nuevo caso, lo primero que analizo es que tengo que mantenerme abierto a la posibilidad de que, lo que sé en un instante dado, podría ser sólo una parte de la imagen completa.

Ahí empieza todo…